Sesenta días para abandonar el país nos narra las experiencias de un peruano de clase media baja y con estudios en periodismo; se trata de Gerardo Gómez, quien se ve obligado por las circunstancias a trabajar como vendedor de tarjetas de crédito y préstamos para un banco extranjero en la capital del Perú, Lima. Su situación no es nada sui generis en la tres veces coronada villa, sino que es idéntica a la de miles de personas con educación superior, profesionales graduados e incluso con estudios de post-grado dedicados a recorrer las calles a diario, ya sea manejando uno de los innumerables taxis (p. 19), o perteneciendo a la inmensa legión de vendedores de ilusiones (tarjetas de crédito, préstamos, pensiones, viajes, etc.). Son éstos los únicos trabajos posibles para la gran mayoría de los que han superado la barrera de los 25 años y por diferentes razones no se han establecido o no les "ha ido bien" (p.22).
En comparación con la mayoría de sus compatriotas, realmente, a Gómez no le va mal, pero no posee ningún tipo de estabilidad y en cambio sí tiene aspiraciones. Los vendedores son material desechable y fácilmente reemplazable con miles de otros que esperan su oportunidad. Lo que sí se les ofrece es "pan y circo", celebraciones acompañadas de abundante comida y licor para "estimularlos". Precisamente Sesenta días para abandonar el país empieza con una de estas celebraciones donde el narrador cuenta, en tono burlón, una "original" frase del gerente de ventas: "[...] el hombre decretó que el oficio más antiguo del mundo no era la prostitución sino las ventas, ya que desde el inicio de las culturas siempre hubo mercaderes que vendían o intercambiaban prendas, esencias, telas. Una cagada de discurso, pero todo el mundo lo felicitó" (p.14).
Desde el inicio de la novela, el narrador en primera persona nos permite no sólo compartir sus experiencias sino que también nos deja penetrar en sus más profundos pensamientos y emociones. Sentimos su frustración cuando menciona a su amigo del colegio, el tuerto Álvarez: "Ver al tuerto tan bien vestido inevitablemente me hizo pensar si él veía cómo lucía yo. Miré mi traje del banco y mis zapatos empolvados por andar a pie." (p.32). Asimismo, nos muestra la discriminación racial y social que aún existen en la sociedad limeña y lo vemos cuando expone el desinterés por un potencial cliente que "no era rubio ni adinerado" (p. 16).
Por otro lado, la narración se desenvuelve con soltura y se torna amena y cautivante, el lenguaje utilizado es accesible y coloquial. Además, la técnica del narrador al describir en forma de diario sus últimos días en Lima y como si fuera esa vida una cuenta regresiva le añaden al relato cierta dosis de emoción y suspenso que mantiene al lector interesado; pero también simboliza una especie de próxima ruptura del cordón umbilical, los últimos días de lo conocido y el inicio de una aventura incierta. Eso hace que Gerardo sea constantemente asaltado por la duda de emigrar o no, que es reforzada por el recuerdo de algunas experiencias fallidas de gente conocida que intentó antes "el sueño americano" pero que no logró alcanzarlo u otras que sí llegaron pero para quienes el sueño se convirtió en pesadilla: "Algunos de ellos han padecido cárcel por ser ilegales y tuvieron que esperar sus juicios de deportación viviendo con un grillete electrónico en el pie con el cual la policía los rastreaba donde quiera que se escondiesen" (p. 57).
Al llegar a la "tierra prometida" la duda, en lugar de despejarse, se acentúa. La inseguridad y la incertidumbre son el pan de cada día: "Es difícil saber lo que me depara el futuro, si triunfaré o me deportarán. No sé si limpiaré baños toda mi vida o un día lograré mi legalidad y un mejor trabajo. [...] Ahora sé que los sueños son primos hermanos de las pesadillas." (p. 110) Peor aún, luego del 11 de septiembre lo abraza el temor de morir en esta tierra, no deseado y alejado de sus seres queridos.
Esta obra semi-biográfica de García Linares nos expone con claridad una serie de situaciones bastante comunes de las sociedades latinoamericanas como la falta de oportunidades, el racismo, las frustraciones, las desigualdades sociales, las relaciones sentimentales y laborales, entre otras, mientras que, por otro lado, sin adornos nos presenta, la verdadera realidad de los inmigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos.
Sesenta días para abandonar el país es una lectura imprescindible para entender mejor a Latinoamérica, comprender el afán emigratorio de mucha de su gente, y apreciar su lucha por una vida mejor en un contexto extraño y muchas veces hostil. Mientras tanto, muchos como Gerardo continuarán preguntándose: "¿Qué carajo es realmente el American Dream?" (p. 104)
Miguel Arana. Perú. Graduado en periodismo por el Santa Barbara City College y en Español por la Universidad de California Santa Barbara; actualmente se desempeña como instructor de español mientras estudia el Master/Phd en Lengua y Literatura Hispánicas en la citada universidad.
La gasolinera en la avenida Suddley
(Fragmento de la novela Sesenta días para abandonar el país)
"¿De verdad quieres trabajo extra?", me preguntó mi primo. "Ándate a la gasolinera de la avenida Suddley. Te dejo allí si quieres". Yo asentí animado.
Cuando llegué eran las siete de la mañana y al menos unas veinte personas estaban paradas en los alrededores. Jornaleros les llaman a los que se paran en las esquinas a esperar un empleo eventual, que muchas veces son apenas unas horas de trabajo. "Hola, gente, ¿cómo están? Mi primo me dijo que aquí habría chamba", dije tratando de sonar amigable. "Hola, peruano", contestó un tipo flaco, bajito y empezó a hablar como limeño. "Oye huevón, ¿qué te pasa huevón? ¿Qué dice la señorita Laura Bozzo?". Risas alrededor. Forcé una sonrisa y me acerqué. "¿Eres peruano?", indagué. Él tipo sonrió: "Salvatruco. Purito El Salvador".
La mañana estaba un poco fría y fui a comprar un café en la gasolinera. Ernesto me aseguró que los subcontratistas llegaban en camionetas buscando obreros. Había que adelantarse y correr porque la gente se podía arremolinar alrededor de cualquier auto que se detuviese. Y así fue. Primero llegaron dos camionetas y ni siquiera pude acercarme.
Di un sorbo al café. Mientras el tráfico se detenía en el semáforo, los conductores desde la Suddley observaban con miradas afligidas. Al rato se acercaron unas ancianas americanas con café y donuts. "Son de la iglesia cristiana que está al frente y a veces traen comida", me dijo una persona joven. Tomé un donut y un café extra. Casi me atraganto con el donut al ver que se acercaba una camioneta inmensa y corrí para no perder mi oportunidad. Mi sueño americano venia envuelto en una camioneta cuatro por cuatro. Igual llegué a destiempo, pues ya había unas cinco personas delante de la camioneta. Por suerte los tipos de adelante eran de baja estatura y pude meter mi cabeza. El salvadoreño estaba tratando de negociar con el de la camioneta, un señor rubio alto y gordo que hablaba con acento extraño. El salvadoreño no podía hacerse entender. "Peruano, ¿vos podés hablar inglés?", me preguntó y asentí, y entonces me abrieron paso. El gringo sonaba como salido de una película de cowboys. Con algo de dificultad entendí que pagaría diez dólares por hora trabajada y que necesitaba cuatro personas (you are one of them, dijo). Así que me pidió que escogiera tres, escogí al salvadoreño; este llamó a dos amigos que eran de Honduras o catrachos como ellos mismos se denominan. Subimos a la camioneta del gringo Jeff quien nos llevó por la parte vieja de Manassas. Se detuvo en una tienda a comprar varias botellas de agua. Luego avanzó hasta una avenida grande que decía Prince William. Pregunté adónde íbamos. "To Dale City. It's fifteen miles away". Jeff prendió un cigarro.
Llegamos en media hora y nos dirigimos a unas casas que tenían apenas estructuras y columnas terminadas. Había que poner todas las planchas de madera (Playwood). Como nunca he hecho trabajo pesado sufría al cargar dos de esas planchas. Los hondureños y el salvadoreño se ponían al menos cuatro planchas en la espalda. "No seas huevón, peruano" (después supe que ellos le dicen huevón a los que son ociosos). "Al menos hablás inglés", dijo otro y todos rieron. Estuvimos un par de horas poniendo las planchas en la pared y otras en la parte del techo. "¿Vos sabés usar la pistola?", dijo el salvadoreño. En el suelo había dos pistolas automáticas para clavar las planchas. "Apachále, así nomás", sonrió, y al apretar el gatillo tiró un par de clavos que cayeron cerca de mi rodilla. Agarré la otra pistola y le disparé también. Nos reímos.
Así que me puse a clavar las planchas de Playwood, siempre mirando cómo lo hacía el salvadoreño con la otra pistola. A las once de la mañana paramos por diez minutos y bebimos agua. Me moría de hambre. Los centroamericanos tenían pupusas (una masa de harina con queso) que me metí a la boca sin pensarlo dos veces. Este Jeff es buena gente, dijeron ellos, porque normalmente ningún contratista te ofrece ni agua.
Salió un sol tibio y engañoso, de esos que queman la cara pero no calientan y seguimos en el techo clavando las planchas de playwood. Desde lo que sería el segundo piso divisé al menos cien casas similares, todas idénticas, sin terminar y esperándonos. Debería trabajar en esto siempre, pensé.
Trabajamos hasta que no quedó una sola plancha en la camioneta. También usamos las que estaban apostadas en un costado de la casa. Faltaba ahora empezar a poner las tablas y columnas de lo que sería el segundo piso. Las bases del primer piso en unas horas estaban terminadas, listas para ser revestidas y pintadas. Mis compañeros trabajaban a una velocidad increíble.
"Time for lunch", dijo Jeff, "let's get some burgers and sodas", añadió y prendió otro cigarro. "Come with me", dijo Jeff y me subí a la camioneta. Me sentía como el capataz del grupo, el único que hablaba inglés. Teníamos que comer algo rápidamente y después terminar el segundo piso, dijo. Llegamos a un McDonald's sobre la avenida Dale Boulevard. Compró seis hamburguesas. Me preguntó si quería una gaseosa. Sí, gracias. Qué bueno este gringo. Salimos del McDonald's y Jeff enrumbó hacia una gasolinera. Mientras él manejaba yo comía mi hamburguesa. "Cigarretes are bad", dijo riéndose y me pidió que comprara una cajetilla de Marlboro, mientras él comía su hamburguesa al vuelo. Me alcanzó diez dólares. Qué confiado este gringo que me da dinero sin conocerme. Entré a la tienda. Debían ser ya más de las doce, había una fila de casi seis personas, fui al baño a orinar. Me lavé las manos y volví a la cola para pedir los cigarros. Me acabé el resto de la hamburguesa. Compré los cigarros y salí al estacionamiento. La camioneta no estaba, Jeff tampoco. Miré alrededor creyendo que me había confundido, que quizás Jeff se había estacionado a la derecha y no a la izquierda. Como en cámara lenta recorrí todo el estacionamiento. La puta camioneta no estaba. Esperé diez minutos, veinte, media hora. Quería pensar que Jeff se había olvidado de mí, pero ni el buen Jeff ni su camioneta aparecieron. Abrí la cajetilla de cigarros y prendí uno, estaba en el culo del mundo y ni idea de cómo volver. Tenía siete dólares en el bolsillo. Escupí al suelo con rabia. Vi en la esquina de la gasolinera varios latinos apostados en la berma y de pronto una camioneta se acercó. La gente se arremolinó, quise reírme pero tenía miedo de que la risa me traicionara y se convirtiese en llanto.
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