De mi libro Cuentos del Norte, Historias del Sur quedan en mi poder cuatro y cinco copias y finalmente el 2017 será reeditado en Estados Unidos. Publico aquí dos cuentos de esa primera edición ya que amigos desde Perú me lo han pedido.
Un abrazo,
Hemil
El Huracán
Todo lo que se hace por amor
se hace más allá del bien y del mal
Friedrich Nietzsche
“¿Can we stay here?”, preguntó el
niño y Magda por primera vez no supo qué decir. Respiró hondo y fumó lo que
quedaba del cigarrillo. Miró al pequeño. Sus ojos caramelo esperaban respuesta.
Puso la colilla en el cenicero y sentó al niño en sus piernas mientras el humo
del cigarrillo dibujaba arabescos en la
habitación.
“No podemos quedarnos aquí. Tenemos
que viajar, mi rey”, dijo su madre y lo besó. No le mentía. Ellos debían
mudarse cada dos meses. Magda ―ya acostumbrada a la rutina ―se alistaba para
tomar un baño mientras Bobby ―su hijo ―lidiaba con su pequeña vida errante
provisto de un videojuego que llevaba consigo por todo Virginia. Llevaban casi tres años viajando. Caras nuevas,
siempre extrañas y detestables que aparecían y se esfumaban rápidamente, como
los autos que transitaban en
Arlington Boulevard. La avenida extensa y ajena cobijaba restaurantes latinos,
lavanderías y tiendas de alimentos, y a su alrededor, sud y centroamericanos ―cigarrillo
en mano ―conversaban mientras esperaban que algún contratista les ofreciera
trabajo aunque sea por unas horas.
La habitación del tercer piso
donde viven tiene un olor eterno a tabaco impregnado desde siempre; un hedor
rancio como si el cuarto ―el edificio entero ―hubiese sido construido por
fumadores quienes adrede dejaron las colillas dentro de las frágiles paredes de
madera prensada. “¿Puedo prender my videogame, mommy?”, dijo Bobby y Magda
asintió con la mirada. “Tengo que tomar un baño, mi rey”, dijo ella. Se dirigió
al baño y dejó la puerta entreabierta. Frente al espejo miró su rostro de
treinta años ¿o son treinta y tres, Magda? ¿Importa acaso? Se quitó el pijama y
su piel canela, aún tersa, afloró inundando las paredes amarillas del baño. En
su rostro cansado resaltaban vívidos sus ojos verde mar caribeño, un mar
templado y transparente que en ocasiones puede tornarse salvaje e impredecible
como un huracán, porque ella sabe ―aunque no lo quiera reconocer ―que lleva un
huracán dentro.
Magda abrió la llave de la
ducha y el agua tibia bañó su piel.
Deslizó el jabón por sus brazos, espalda, y buscó luego los pechos generosos,
se entretuvo y bajó lentamente hacia el vientre terso, hacia su sexo; recorrió
sus muslos y pantorrillas y finalmente
se inclinó para acariciar sus pies con el jabón. “Me caigo de sueño”, pensó.
Recordó que su hermano le había ofrecido
darle trabajo en su bodega allá en Guatemala y que no se preocupara por nada. “Una ayuda extra no
caería nada mal ahora”, caviló. Qué diferencia hacía cinco años cuando llegó a
Estados Unidos con tantas ilusiones. Estaba trabajando en un restaurant de
comida mexicana como mesera y sacaba muy buenas propinas. Al cumplir un año en
el trabajo conoció a José Ramón, un mexicano trabajador y bien parecido que la
enamoró hasta que ella dijo sí. Y tontamente (piensa ahora) perdió la cabeza y
se distrajo: que vámonos al baile, Magda, que vámonos de paseo a la playa, princesa.
Y todo era baile, paseo y felicidad hasta que se embarazó. Cuando se lo dijo,
José Ramón se mostró alegre y fueron juntos a la primera cita médica. Y
después, a la siguiente semana: la tierra, la migración, el destino, Dios, el
diablo o el chupacabras se tragó a
José Ramón porque nunca más apareció.
El embarazo fue complicado y
Magda debió dejar el trabajo en el restaurant y de allí la vida dio un giro de
360 grados. “¿Y ahora a qué te dedicas?”, le preguntó su hermano cierta vez y
ella simplemente le contestó, “Soy independiente. Me dedico a las ventas”.
Ahora el panorama no podía ser
peor, ¿o sí? Si pudiese volver a casa con dinero. Siempre el pinche dinero. Si
lo tuviera mandaba a todos pal carajo. Qué flojera, tengo que apurarme con la
ducha. ¿Y si le hiciera caso a mi hermano?, tal vez me iría mejor allá. Pero mi
niño es el problema ¿Se acostumbrará? Tiene que practicar su español, y lo más
difícil será lo de la comida “Mommy, no me gustan frejoles”, dice y no quiere
comer, pero cómo devora los chicken nuggets. Lindo mi bebe con su nintendo “¿Por
qué no tenemos casa, Mommy?” me dijo el otro día y me agarró sorprendida.
“Tendremos una casa linda”, le digo. “¿Cuándo?, preguntó él. Le contesté que
algún día y cambié la conversación y le pregunté si le gustaría ir a Guatemala
a conocer a sus abuelos y dice que sí ― qué vivos son los niños ―pero sólo si allá
vamos a tener casa. Le dije que sí, que la casa de los abuelos es grande y es
nuestra también y que iremos a la playa
y cuando nos sentemos en la orilla no nos iremos de allí jamás y…
Casi terminaba de bañarse cuando sonó el timbre. “Mommy, the bell is
ringing”, dijo Bobby, y Magda se enjuagó
como pudo y cerró la llave de la ducha.
Cogió la primera toalla que encontró a mano y
recogió su cabello en coleta. Se puso una bata fucsia y salió del baño.
― ¿Quién es, Mommy? ―preguntó
el niño sin dejar de jugar con el videojuego.
―No sé, mi rey. Voy a ver ―contestó
ella, dirigiéndose a la puerta. Había un hombre extraño al frente. Ella lo miró
levantando una ceja y luego de hacerle una seña cerró la puerta. “Bobby, mi
rey, anda un rato donde tu tía Sandra, y luego te recojo, ¿Ok baby?”, dijo
Magda y desconectó el videojuego. Lo
puso en una bolsa junto con un paquete de galletas que estaba en la mesa de
noche. El niño salió de la habitación con la bolsa en la mano y tocó la puerta
del costado. A los segundos salió una mujer de cabellos desgreñados, shorts
rojos, y en brasiere, y al mirarse con Magda se entendieron sin hablar. No bien
el niño traspasó la puerta contigua Magda volvió a la suyo.
“Pasa,
cariño”, dijo Magda al extraño que esperaba afuera y cerró la puerta. Apenas
esbozó una sonrisa metálica al quitarse la bata y se recostó en la cama, desnuda
y perdida porque sabía que el huracán que llevaba dentro ―aunque ella no lo
quisiera ― saldría a flote una vez más para azotar las sábanas.
El Héroe
“Cuando los ricos se hacen la guerra,
son los pobres los
que mueren”
Jean Paul Sartre
Rubén González cogió la
medalla que recibió en la guerra y sintió que pesaba. En la pared de su sala
colgaba una foto tomada en Irak donde aparecía con algunos compañeros de su
pelotón: Collins, García y Maestri. De esos tres sólo quedaban vivos García y
él. Collins murió descuartizado por una granada y Maestri, pobre Maestri. Había
muerto tan indignamente ―según él ―de un balazo en el trasero.
“Tú tienes la culpa”, gritó Rubén
mirando su medalla y la arrojó al piso. Con excepción de la foto en de Irak, no
habían más cuadros en las paredes ni ningún otro adorno. Su casa en los
suburbios de Fairfax se asemejaba a una catedral vieja y derruida que ya no lo resguardaba
de los recuerdos de la guerra, de las granadas, de la sangre.
Es de noche y ―como cada
viernes ―escucha los gemidos de su divorciada vecina con algún amante furtivo.
Mañana ―como cada vez que recibe visitas ―su vecina se levantará de buen humor a regar sus plantas. Hasta hace
un año Rubén conocía también las caricias tibias de una mujer: Natalie, su
entrañable Natalie. Se conocieron en la Universidad de Virginia y se llevaban
de maravilla. Primeros fueron simples compañeros de grupo de estudio y después
buenos amigos. Salían en grupo a los bares de Charlottesville donde quedaba el
Campus, también visitaban los viñedos y asistían a conciertos de jazz y de
rock. Charlottesville, una hermosa ciudad en medio del campo, ofrecía
actividades artísticas interesantes por lo que Rubén, Natalie y sus compañeros
siempre encontraban en qué divertirse.
Rubén la invitó a cenar una
tarde de otoño, soleada y con un cielo
azul intenso. Aquella tarde él por primera vez acarició sus manos y aunque tuvo
un temor inicial durante la cena, todo transcurrió a la perfección: la comida,
el vino, el postre. Antes de ocultarse el sol, justo cuando este se torna
violáceo como una orquídea asustada, Rubén le propuso a Natalie ser novios y a
partir de allí se hicieron inseparables.
Rubén era un chico educado
y tímido, sin embargo parecía estar seguro de lo que
quería: graduarse de ingeniero igual que su padre, que había estudiado esa
carrera en Perú. Rubén conocía Perú sólo por postales y fotos que sus padres
guardaban como un tesoro en un álbum donde familiares y lugares como Machu
Picchu, la líneas de Nazca y las playas del sur de Lima cohabitaban
armoniosamente. Tenía todas las intenciones de terminar la carrera de
ingeniería pero albergaba también un deseo: servir a su patria, los Estados
Unidos; la tierra que acogió a sus padres en los 90’s. En aquellos años la
madre de Rubén era enfermera de la policía y amaba su carrera; pero un ataque
terrorista al policlínico donde trabajaba dejó traumas que determinaron su
retiro voluntario. Al no tener trabajo (su esposo era Taxista) y con el shock
económico de entonces, los Gonzáles enrumbaron para los Estados Unidos.
Los padres de Rubén ―y Natalie
también ―se sorprendieron cuando él mencionó su deseo de enrolarse en el
ejército, pero respetaron su decisión. Su nombre salió en la lista para ser
enviado a Irak. “Natalie, volveré pronto”, le dijo. Ella llorosa le contestó
que esperaría por él. Acordaron casarse a su retorno y comprar un condominio
con el dinero que le daría el ejército.
Después de cuatro semanas de
entrenamiento intenso llegó a Irak, una ciudad tan caliente como un horno en
verano. En el campo de batalla las balas de las ametralladoras enemigas silbaban
en el aire. La cautela no era una recomendación sino una necesidad para mantenerse
vivo. Lo aprendió de golpe cuando vio que un niño pedía comida al soldado
Powell, el recién llegado de Connecticut. Powell se conmovió, llevó al niño a
su tanque, y cuando estaban cerca, BUMMMMMM se escuchó alrededor. Powell voló
en pedacitos por cien metros a la redonda. Del niño―bomba apenas encontraron un
zapato y algo que parecía ser un brazo.
Dos semanas después de la
muerte de Powell, Rubén fue herido en las piernas en una emboscada fuera de la
ciudad de Bagdad. Sobrevivió gracias a su pelotón que lo rescató de la zona de
fuego y lo cargó en medio de un enjambre de balas enemigas. Dos días después
estaba fuera de peligro y lo llevaron de vuelta a casa. Estuvo internado un mes
en un hospital militar de Bethesda y posteriormente fue derivado a un hospital
mental. Tenía pesadillas con el niño―bomba que mató a Powell. La escena se
repetía invariable: Powell gritaba despedazándose y el niño―bomba reía.
Natalie
estuvo con Rubén apoyándolo por meses pero él no era el mismo. “Agáchate”,
decía él en las madrugadas mientras arrojaba a Natalie de la cama, “no te
pares”, gritaba, y después, cuando comprendía
que estaba en su habitación, caía al suelo y empezaba a temblar sin
consuelo. “Pobre Powell, pobre Powell”, repetía, y Natalie lo abrazaba.
“Debes tomar Prozac
diariamente para evitar la depresión”, le recomendó su psiquiatra. Y Rubén tomó
las pastillas pero éstas lo envolvieron en pesadillas mayores en las que él
caminaba sin piernas perseguido por
tropas enemigas mientras su pelotón se replegaba sin saber que él había
quedado atrapado en las huestes rivales. “No me dejen, no me dejen, por amor de
Dios, auxilio, auxilio” gritaba hasta despertar y luego el terror de sentirse
perdido era peor. Y después, el pánico de Natalie que no comía y se enfermaba
del estómago presa de los nervios. De allí la charla de consejería y después
seguir en una relación que no era una relación, donde la intimidad ya no
existía. Rubén dormía con una pistola en la mesa de noche y sus botas militares
permanecían siempre al pie de la cama.
Natalie huyó un día que Rubén la abofeteó en un ataque de pánico. Ella
se mudó a Santa Fe con sus padres y le escribió una carta pidiéndole perdón:
“Lo siento, no puedo más, en verdad lo siento.”
Las noches son frías en
Virginia y más aún en la habitación de Rubén. Apenas encuentra consuelo en las
iglesias que visita los domingos. Reza y pide a Dios, necesita casi una fe
santa para sanarse, a veces cree que Dios realmente lo escucha; pero al final
siempre termina buscando una chica que se parezca a Natalie, la sigue hasta el
estacionamiento y cautelosamente toma fotos de ella. Anota la placa de su auto,
la sigue hasta su casa y después retorna a la suya. Se acomoda en su escritorio
y escribe nombres ficticios en un block, imprime las fotos de las chicas y a
cada una le asigna un nombre, llora
mientras se aferra a su pistola; mira la medalla. “Tú tienes la culpa”, grita y
apaga la luz, y tiembla desconsolado porque sabe que en algún momento jalará
del gatillo.
Quede encantado con la narrativa.
ResponderBorrarDesde ya soy un fan más.
Felicitaciones!!
Gracias por tus generosas palabras. Yuki. Un abrazo.
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